ANTI-CUENTO DE NAVIDAD

Mirando al mar
Mirando al mar
Me sentía angustiado desde hacía algún tiempo y no por una razón que se pueda explicar de manera fácil. Tenía trabajo, salud, me sentía querido por quienes me rodeaban, no había, por lo tanto, razón para esa constante desazón, sin embargo se daba. 

Cuando pienso en ello desde la distancia solo había dos cosas que me podían perturbar, una era el deseo de cambiar de empresa. En la que trabajaba no me pagaban a su debido tiempo, a veces, incluso lo hacían antes y mi jefe me adelantaba sin finalizar el mes un tercio del sueldo para luego pagar otro tercio hacia la mitad del siguiente y el resto más tarde, de manera, que nunca sabía cuando iba a cobrar y eso desequilibraba mi economía pero también ponía a prueba mi estabilidad emocional dada mi personalidad tendente a la previsión, la estabilidad y la logística de las pequeñas cosas, eso que otras personas suelen identificar como orden. La otra cuestión era que estaba buscando un nuevo apartamento algo mejor situado y más económico y no lo encontraba. 

Aquel quince de diciembre estaba en casa, hacía malo como suele ser habitual en las fechas que nos situamos y era domingo. Estaba preparando la agenda para el trabajo de la semana siguiente que es lo que a media tarde hacía cada domingo, cuando sonó el teléfono.


  • --Diga
  • --Hola Chuchi


Quedé un momento pensando quien podía ser. No identifiqué la voz al primer instante pero estaba claro que nos conocíamos y desde hacía mucho tiempo pues a partir de un cierto momento todos se referían a mí como Jesús. Chuchi era ese apelativo cariñoso que de pequeño ponen a los bautizados con mi nombre y que quitarlo de encima nunca resulta fácil. Además su voz estaba ligeramente tomada, como si tuviera catarro, o acaso fuera el auricular del teléfono. Como se hizo un silencio que el entendió a la perfección, añadió:

  • Soy Alberto, no te acuerdas de mí.


Entonces si. En ese momento tomé nota del timbre y los tiempos de la voz y ya sabía quien era. Alberto era una de esas personas que nunca levantan la voz, ni siquiera discutiendo. Su trabajo consistía en vender servicios que él mismo producía y solía quejarse de no tener tanto éxito como la competencia; yo pensaba que acaso por esa característica de no agresividad que rodeaba su conversación fuera por lo que le resultaba complicado vender más que otros sino más competentes si más competitivos. No obstante se defendía bien con su trabajo, sobre todo después de que se independizara del socio con el que aprendió el oficio, aparentemente facturaba lo suficiente para vivir de manera digna y mantener holgadamente a su familia. 

Fue entonces cuando lo conocí, al poco de ponerse por su cuenta. Y hubo química desde el primer momento. Físicamente era poca cosa, sin superar el metro sesenta y cinco, nada atlético, con entradas que acaso pronosticaban una incipiente alopecia, gafas que él utilizaba de concha, cuadradas y grandes. Le solía decir que había modelos más modernos, con mejor diseño que aquellas que recordaban a las que siempre calzaba Ramón Tamames, el economista por entonces de moda que militó en las filas del PC y que luego se convirtiera en su azote, pero él respondía siempre lo mismo, para mi la comodidad es muy importante y este tipo de gafas  me proporcionan un buen campo de visión. Desde el primer momento supe que era un hombre muy inteligente al que la parte externa de las cosas y también el aspecto exterior de los hombres solo tenía importancia desde el punto de vista de la consecución de objetivos. Solía decir, claro si te has planteado vivir de modelo, evidentemente habrás de cuidar ciertos aspectos de tu físico y vestimenta, pero si como yo, tienes que vender una idea inteligente, eso carece de toda importancia. 

Nuestras relaciones comenzaron porque yo trabajaba como ejecutivo en una empresa a la que él acudía una y otra vez intentando conseguir que le compraran sus servicios. Un día lo consiguió y a partir de entonces hablamos mucho y a menudo. Años más tarde yo no estaba ya en la empresa pero continuamos viéndonos con frecuencia, conversando, celebrando acontecimientos, lo normal en estos casos. Admiraba en él, sobre manera, su capacidad para escuchar, para captar el momento, las intenciones, los deseos. Sabía siempre cuando sobraba o estaba demás pero también sabía presentir cuando era necesaria su presencia. En una ocasión triste para mí por la falta de un familiar cercano que falleció lejos, razón por la que tuve que desplazarme fuera de la comunidad, a mi regreso, estaba esperando dentro de su coche aparcado a la puerta de mi casa. Solo se acercó y me dijo, sabía que venías en avión y me enteré de que el vuelo llegaba a las 10 de la noche, solo quería ofrecerme, saber si te puedo ser útil. Saber si necesitas algo, lo que sea. Yo no necesitaba nada y nos despedimos con un abrazo pero agradecí mucho aquel gesto y aún hoy sigue permanente en mi memoria como prueba de que si queremos, lo intentamos y nos esforzamos de manera generosa, los humanos podemos hacer las cosas razonablemente bien sin matarnos demasiado. 

Pero, como quiera que los hombres a menudo hacemos bastante poco por mantener nuestras amistades o yo por lo menos tengo esa faceta en mi haber de  carencias, el trabajo, el tiempo y la ausencia levantó un muro de veinte años que no se había resquebrajado hasta esa llamada de teléfono, aquella tarde de diciembre.

  • --Hombre si. Alberto, claro. Cuanto tiempo. La verdad que no me esperaba tu llamada pero me alegra claro. 

El resto de la corta conversación que mantuvimos estuvo plagado de tópicos y generalidades, la familia, el trabajo, algo de economía. Y cuando creí llegado el momento, pregunté:

  • --Y ¿como se te ha ocurrido llamar hoy?
  • --Pues verás la semana que viene tengo que ir por Gijón. Porque tú vives en Gijón ¿no?
  • --No, no, ahora vivo en Oviedo.
  • --Ah, debí entender mal a Julian. Fui a verlo la semana pasada porque alguien me había dicho que era el único que mantenía cierto contacto contigo por estar relacionados con alguna representación común o algo así. Le dije que iba a ir a Asturias y que me gustaría verte y enseguida me facilitó este teléfono. Como me pareció haber concretado Gijón sin que él me hiciera observación alguna, pensé que vivías en Gijón. 
  • --Bueno, da igual. Asturias es pequeña.
  • --Entonces te parece bien que nos veamos, me agradaría mucho. 
  • --Si claro ¿qué día dices?
  • --Sería el próximo sábado. Podíamos quedar sobre las 12 frente al campo de fútbol de El Molinón. ¿Te parece?
  • --Si, si. De acuerdo nos reconoceremos, creo yo.
  • --Claro. De todos modos, llevo un Mercedes blanco y voy con mi mujer. Estaré allí estacionado.  


Hay que tener en cuenta que entonces aún no eran habituales los teléfonos móviles y aunque él llevaba uno de aquellos mamotretos fijos en el coche y yo uno de los primeros “moviline” que empezaban por 858 y se cortaban cada dos por tres, no nos facilitamos los números, creo que prefería no darme la oportunidad de cancelar la cita. Si no nos llamábamos, acudiríamos.  

Colgué y rápidamente apareció esa zozobra a la que me refería. Un montón de preguntas me venían a la cabeza. Me agradaba volver a ver a Alberto, como no. El hecho de rememorar, saber de sus cosas, de otros amigos que compartimos, era la oportunidad. Sin embargo en ese momento no me apetecía nada. No se si por inesperado me parecía inoportuno. Además en Gijón, aunque eso podía tener explicación, tendría que hacer alguna gestión por allí cerca y además a ambos siempre nos gustó tener cerca el mar. Solíamos quedar en la terraza del restaurante Rhin en El Sardinero para tomar café o un vermouth. La cosa es que habíamos quedado a las 12 y eso quería decir que había que comer y después de comer hay que pagar. Aunque había sido él quien había impulsado la cita, conociéndome, sé que tengo que intentar pagar porque no se hacerlo de otro modo, pero mi economía no estaba para tirar voladores y también podíamos haber quedado a las cuatro a tomar café que no era lo mismo. ¿Por qué no se lo dije? No lo sé. Además podía haber dicho que estaba ocupado por la mañana, que no estaría libre hasta las cuatro pero tampoco lo hice. A veces, no es fácil reaccionar aunque pensé que lo podía volver a llamar. El teléfono fijo desde el que había marcado estaba escrito en el identificador de mi aparato pero habíamos hablado de estar precisamente preparando la agenda y sonaría a disculpa cualquier cosa que dijera. Intenté dejar de pensar en ello, dejarlo para el día siguiente. Al fin y al cabo faltaba una semana y me abandoné de nuevo a la preparación de la agenda pensando como pienso ahora que aquella sensación angustiosa obedecía a mi propio estado de ánimo más que a otra cosa. 

El siguiente sábado, por la mañana no trabaje, solo pasé por la oficina para dejar unos papeles y recoger otros, comentar un par de cosas y marchar disculpándome por tener algunos asuntos que resolver. Los sábados solo se trabajaba por la mañana y generalmente para temas burocráticos. Seguido pasé por el cajero para sacar dinero y enfilé la autopista en dirección a Gijón dando vueltas y más vueltas a la cabeza con el asunto de la cita y en cuya mecánica no había pensado en toda la semana. Como sería la conversación y todo lo demás, me martilleaba el cerebro y ensimismado en todo aquello, llegué hasta la explanada del estacionamiento del campo de fútbol que a aquella hora estaba, lógicamente vacía, cuando pasaban 5 minutos de las 12 y allí estaba el Mercedes blanco estacionado y dando cambio de luces. Aparqué a su lado. El resto fueron saludos, abrazos presentaciones de mi compañera, su mujer y todo ese tipo de maniobras que utilizamos los humanos hasta que conseguimos tomar el ritmo de conversación lo suficientemente fluido como para que nos estabilicemos.

Fue una velada hermosa y armoniosa que se prolongó hasta pasadas las siete de la tarde. Había reservado mesa en un restaurante cercano que yo nunca había visitado. Yo hablé mucho, estaba nervioso ya lo decía al principio. Los nervios me empujan y obligan a hablar casi a la fuerza aunque a él no parecía importarle, parecía encantado de escucharme. Quería saber en qué trabajaba y si me gustaba el trabajo que hacía. Me preguntó por la familia, los amigos y mientras, las horas pasaban. En un momento dado se levantó preguntando al camarero donde se encontraban los aseos y antes de volver pagó la factura del restaurante supongo que para no perder el tiempo con el forcejeo del pago yo, pagas tu. 

A medida que la cosa se iba acabando a tenor del impenitente paso del tiempo me daba cuenta de lo poco que habíamos hablado de él. Tenía buen aspecto, alegre, parecía feliz. Su mujer tampoco habló mucho, algo de los chicos. Fue una tarde inolvidable de cualquier modo. Nos despedimos y me prometí a mi mismo y así se lo hice saber que, en cuando encontrara un rato me acercaría por Santander y comeríamos algo en la Plaza de Italia, en el Sardinero. Te tomo la palabra, -me dijo-. 

De vuelta a casa saboreaba con el pensamiento los momentos y sobre todo acumulaba todas aquellas preguntas que no le hice y que me gustaría saber sobre su vida y sus cosas dando como una oportunidad perdida no haberme interesado más. Eran más de las siete de la tarde pero tampoco habían dado para tanto las horas invertidas, eran demasiados años sin vernos. Además estaba resuelto a repetir el encuentro cumpliendo lo que le había prometido.

...


Qué recuerde hoy aquella visita tiene que ver o es culpa de la Navidad, esas fechas que siempre me fueron fatídicas. En mi oscuro tiempo infantil la Noche Buena solo tenía de bueno las torrijas con almíbar que mi madre hacía y en cuya confección invertía tanto amor como en el resto de las cosas que ella impulsaba, el resto era frío en una casa sin calefacción y demasiado poco protegida contra las inclemencias del tiempo, trabajo para mi madre que, como una burra de carga, cocinaba para diez o más porque siempre había algún invitado como el primo Pepe, el ciego, que vendía el cupón en los soportales de la Plaza Mayor mientras, para llamar la atención de los posibles clientes, imitaba el cantar de los pájaros frotando un corcho con una botella de vidrio. 

A partir de la medianoche todo eran discusiones y disgustos, reproches por la vida que pudo haber sido pero fue otra como si la discusión fuera a cambiar el río de la historia. Deberíamos ser más generosos y entender que se puede claudicar con la propia vida y hasta cambiar o intentarlo al menos, el rumbo de las cosas para entretejer un futuro más acorde con nuestras expectativas pero la historia ya fue escrita y por mucho que abusemos del reproche nada se va a modificar sobre lo escrito. Solo conseguiremos crear amargura en nuestro entorno y experimentar frustración. 

Un año es mucho tiempo, me pregunto por qué dejé pasar tanto. Seguramente podíamos haber vuelto a vernos uno o dos meses más tarde, en primavera por ejemplo que todo el norte se pone tan bonito y pleno de luces, flores blancas y amarillas y un manto verde. Y podíamos haber seguido hablando y reconciliándonos con el tiempo pasado y perdido pero lo cierto es que no lo hice. Fue un año más tarde cuando se me ocurrió, quizá por ese afán mío de huir de la Navidad, quizá porque las propias fechas me recordaron aquella cita. Da igual pero llamé.

  • --Diga
  • --¿Alberto Sánchez?
  • --No está, quiere que lo deje algún recado.
  • --Bueno, no sé, es que verás, tenía pensado acercarme por Santander y había pensado que podíamos vernos. ¿A qué hora volverá? ¿Eres su hija?


Yo apenas conocía a sus hijos pues los dejé infantes pero el silencio que se levantó sonaba como el trueno sordo que anuncia una infernal tempestad.

  • --Pensé que se refería a mi hermano.

Era previsible la coincidencia de nombre y primer apellido entre padre e hijo y cuya circunstancia no había tenido presente en el momento de hacer la pregunta, por eso añadí:

  • --Soy de Asturias el año pasado vino él por aquí, con tu madre y pensaba devolverles la visita. 
  • --A sí, ya sé, comprendo, pero mi padre. Mi padre murió hace unos meses y mi madre no está aquí en este momento.
  • --Pero, ¿Cómo fue, un accidente? 
  • --No, no. El año pasado cuando le fue a visitar ya estaba enfermo. 
  • --¿Enfermo? No parecía.
  • --Le habían detectado un tumor complicado de imprevisibles consecuencias. 
  • --No me dijo nada.


Sentí un sollozo contenido al otro lado del hilo telefónico y me di perfecta cuenta que con mi asombro y mis preguntas tontas e inquisitorias estaba haciendo daño a alguien que a buen seguro por la proximidad aún estaba acusando en exceso su ausencia. Me preguntaba como nadie me dijo nada, nadie me llamó para poder acudir a su final o funeral. Y guardé silencio esperando sus palabras. 


  • --Él no quería hablar de ello con nadie. Tampoco quiso someterse al tremendo tratamiento que lo proponían y que a buen seguro lo iba a apartar de su trabajo y de sus amigos y lo iba a deteriorar físicamente sin seguridad de que a la postre funcionara. Así, durante un tiempo, lo que hizo fue ir llamando a todos sus amigos queridos empezando por los que hacía más tiempo que no veía como era su caso. Es como quería despedirse y que lo vieran bien, como siempre antes de que la enfermedad hiciera mella en su cuerpo.


Acto seguido rompió a llorar y yo, yo guardé silencio, apretando los dientes, intentando no hacerlo. Dejamos pasar un rato así que aún no siendo mucho, me pareció una eternidad.

  • --Mi madre fue a la peluquería. Si le parece bien, cuando vuelva, le digo que le llame. 
  • --Como quieras. No quiero producirle dolor y a ti tampoco quería. Lo siento mucho. Solo quería verlo. Lo siento mucho. Te mando un beso muy fuerte.

Debía ser tan inteligente como su padre porque sin duda habló de la conversación con su madre pero también le recomendó que no me llamara. Total, para qué. Hay justificaciones que en lugar de justificar ajustician. 

Desde aquella Navidad, todas las Navidades pienso en este episodio de mi vida intentando enterrarlo pero no puedo y por eso no me gusta eso que en general se llama el espíritu navideño porque lo que debemos hacer es mantener un espíritu vital todo el año. Un espíritu que frene nuestro egoísmo. Continuamente, cada día, cada momento, pensamos que lo que nos pasa a nosotros es lo importante, lo que más duele si duele, lo que más hace feliz si es así como nos sentimos, sin mirar mucho más allá de nuestras narices. 

Y, aunque pasaron unas cuantas navidades, cada día tengo más presente que si pudiera volver a vivir lo vivido haría las cosas de manera muy diferente. Conservaría a los amigos y no solo por Navidad, intentaría estar disponible por si me necesitan, tenerles más próximos. Pero ya sabemos que nada se puede cambiar por eso con los años terminas por convertirte en una pesada tortuga, torpe y lenta que arrastra un gran caparazón formado por todas las cosas que deberíamos haber hecho de otra manera, aquello que consideramos errores porque los aciertos quedan mimetizados en el devenir y fluir normal de la vida.

Jesús García
Diciembre-2014
 
Leer completo...

RUEDAS

La Concejala Silvia Junco entrega los premios
La Concejala Silvia Junco entrega los premios
Soy un señor mayor y un poco serio para hablar de seguridad vial que es un asunto más serio aún por lo que todo puede quedar un poco soso pero, además, debo dirigirme a niños y eso si lo complica todo porque ellos no son serios como yo, a ellos les gusta reír y jugar y hacer cosas que producen felicidad y regocijo, por eso se me ha ocurrido contar la historia de mi amiga Loreto.

Loreto es una niña de diez años, muy guapa. Tiene unos grandes y vivaces ojos marrones y una peca junto a la boca que le confiere un aspecto singular, como sus largos rizos que a modo de tirabuzones recorren su cara otorgándole un aire rebelde y travieso. Sin embargo lo que le hace especialmente singular a Loreto no es nada de lo descrito sino el hecho de utilizar para desenvolverse una silla de ruedas. A consecuencia de ello la mayoría de los compañeros por no decir todo el barrio, la conoce por “ruedas”. Bueno el mote obedece, además de por utilizar la silla de ruedas porque Loreto recuerda al personaje  que en el cuento de “Guillermo Fesser” ejerce de ayudante del detective privado “Anizeto Calzeta” y que cuenta con el mismo apodo. Mas que en su físico se asemeja al personaje del cuento en las velocidades que desarrolla con su silla recorriendo el barrio de un lado para otro y por su habilidad en los asuntos de la informática.  Y lo mismo que en el cuento su tocaya saca de apuros al jefe, ella con frecuencia ayuda a su papá y a su mamá en el manejo del ordenador, para encontrar cosas en google o subir fotos al facebook y también ayuda a sus amigos a la hora de resolver problemas de lógica.

Y de eso, de lógica le vino a hablar un día un agente de policía al colegio. Vino de visita pero con la intención de instruir a los niños adecuadamente en los asuntos que él enmarcaba dentro de la Seguridad Vial. “Ruedas” lo conocía bien, era el agente de proximidad con el que frecuentemente se cruzaba por el barrio, el que se aseguraba de que los chicos pasaran la calle sin riesgo a ser atropellados a la entrada y salida del cole. A ella eso de la Seguridad Vial le parecían términos nuevos que debía aprender pero pronto se dio cuenta por las explicaciones del agente que correspondía al conjunto de reglas que sus padres le habían enseñado desde muy pequeña y que aseguraban responder a una lógica necesaria para el buen desenvolvimiento de los ciudadanos en el devenir constante de la ciudad. 

Su padre le solía decir, mira, para andar por la calle evitando problemas y tratando de no causárselos a los demás solo es necesario utilizar la lógica, es decir, no debes hacer a otros lo que no te agrada hagan contigo especialmente si como es tu caso en lugar de andar, ruedas siempre a toda pastilla. Cuando te lanzas a tumba abierta por las calles del barrio y observas que te vas a encontrar con un bebé u otro carrito, un señor mayor que camina dificultosamente, etc…, debes reducir la velocidad adecuadamente para no asustarlos y no causar un accidente del mismo modo que, cuando tú cruzas la calle por el paso de cebra que es el lugar señalado para hacerlo, los  conductores reducen la velocidad de sus vehículos y te ceden el paso.  

Cuando el agente de proximidad los visitó en el colegio expuso detalladamente los elementos que se deben observar y el buen uso de las zonas urbanas, el funcionamiento de los semáforos y sus distintos estados ámbar, rojo o  verde y como debemos proceder cuando ilumina intermitentemente, etc…, la necesidad de cruzar la calzada solo por los pasos de peatones o de cebra y por qué debemos asegurarnos además de que los conductores se han percatado de nuestra presencia en lugar de irrumpir de modo acelerado o inoportuno, y una vez que le pareció que había terminado su exposición, propuso un turno de preguntas y como no podía ser de otra manera, “ruedas” fue la primera en levantar la mano para solicitar turno.

 Señor agente, mis padres me enseñaron desde muy chica lo importante que era cumplir con todas las normas que usted ha explicado y también me enseñaron que lo más importante es respetar a los demás, especialmente a los que tienen dificultades, a los pequeños, a las personas invidentes o muy mayores, y yo veo que no todos los conductores respetan las normas, muchos estacionan sus vehículos fuera de los lugares apropiados, por ejemplo, ocupando sin autorización las plazas para las personas con movilidad reducida o en los rebajes de las aceras impidiendo que podamos pasar. Otros se suben a las aceras ocupando un espacio que no les corresponde o pasan por los pasos de cebra sin reducir la velocidad como mi padre y usted dicen que están obligados a hacer, por eso yo estoy mucho más tranquila cuando usted está cerca porque al ser la autoridad los coches en cuanto se percatan de su presencia, respetan las normas escrupulosamente. Entonces, si esto es así, --¿por qué las autoridades no disponen que sean más personas como usted las que nos asistan, las que exijan el cumplimiento de la ley y las normas?-- 

El agente respondió, bueno, no lo sé, a veces gobernar no es fácil pero te prometo que trasladaré tu inquietud y acto seguido todos los chicos aplaudieron al agente y a ruedas que como siempre se mostró audaz y atrevida a la hora de defender los derechos de todos los niños. Luego aprovechando la euforia del momento añadió: Señor agente, ya que va a hablar con los superiores recuérdelos que todavía hay lugares a los que las personas con movilidad reducida como yo no podemos acceder porque barreras físicas nos lo impiden --¿no cree que todos los niños deberíamos poder asistir en igualdad a todos los lugares?-- Si, estoy de acuerdo contigo –respondió el agente- y te prometo que me encargaré de transmitirlo con tus mismas palabras.

Marzo, 2013
  • Esta trabajo se presentó a una comvocatoria del Ayuntamiento de Oviedo: I Concurso intergeneracional de Seguridad Vial, consistente en un concurso de redacción abierto a niños y mayores. Obteniendo el I premio categoría adultos.
Leer completo...

EL DESENCUENTRO

Vista lateral silla de ruedas
Vista lateral silla de ruedas
Satisfacía cada noche con su voz, las ilusiones de los habituales radioescuchas nocturnos. Como ocurre con alguien de quien solo conoces su voz, cada cual lo imaginaba de modo distinto porque su faceta personal había sido especialmente guardada según lo acordado en el contrato que lo ligó a la emisora.

Siempre se mostró ingenioso y espontáneo aunque un poco tímido si bien su timidez no obedecía tanto a una cuestión genética como a la falta de autoestima que demostraba especialmente en situaciones de intercambio social, sin embargo, tras el micrófono era distinto, se transformaba en un tipo valiente y provocador. Aquella oportunidad que un día, casi por casualidad le dieran para hacerse oír a través de las ondas, más para cubrir el expediente que por precisar sus servicios, se convirtió en el mejor regalo que le pudieron hacer, si bien, un poco envenenado. Había acudido a protestar haciendo valer sus derechos, reclamando un espacio y el jefe de programación le ofreció la oportunidad de intentarlo cada noche utilizando como arma un micrófono. Pronto se hizo con la nueva herramienta y al cabo de unos meses, como si de un profesional de las ondas se tratara, ya contaba con notable audiencia y un club de fan’s que lo escribía regalando piropos e incluso algunas propuestas sentimentales de distinta índole, desde la noble amistad hasta el intercambio de fluidos. Nunca antes le había ocurrido nada igual porque habida cuenta de su timidez, tampoco él se atrevía fácilmente a insinuarse a persona alguna del sexo opuesto, sin embargo, ahora, como consecuencia del programa, muchas mujeres de edades tan dispares como los quince ó los cincuenta años querían mantener un affaire con él; por eso y porque los momentos que vivía eran un tanto desequilibrantes, sabía que la cosa tampoco podía ir mucho más allá. No se atrevía a comentar a sus compañeros como se sentía interiormente, además, ellos lo colmaban de elogios. –Lo haces muy bien, chico. Cuando yo empecé me costó mucho más que a ti, se ve que tienes el don de la comunicación–. Y algo de cierto había porque las cartas eran constantes y algunas incluso insistentes.

Habiendo desistido ya de la intención de contestar a todas como pretendió hacerlo en un principio, decidió incorporar una mini-sección en el último cuarto de hora del programa, consistía en permitir a los oyentes que telefónicamente manifestaran sus impresiones; podían decir lo que quisieran ó hacer alguna petición a sabiendas de su no-compromiso de complacer las peticiones, o sea, que se podía solicitar un disco pero podía colocar en el plato otro diferente al solicitado, o pedir la lectura de un texto y él, radiar otro distinto. Aquello en lugar de exasperar, terminó disparando las llamadas a las tres de la madrugada hora en que finalizaba la edición. 

Le habían concedido un horario intempestivo, seguramente, necesitados de cosas nuevas con poco riesgo lo que a él complacía doblemente porque la noche era cómplice de intimidades dada la poca gente que lo veía entrar ó salir de la emisora y los que lo veían raramente podrían imaginar se tratara de la persona con voz insinuante, ocurrente y acolchada que en esa franja nocturna se dirigía a los que optaban por aquel dial. Además, acostumbraba a llegar con bastante antelación para tranquilizar los nervios decía, aunque más bien se tratara de una maniobra de despiste que practicaba también al abandonar el trabajo hora y media más tarde, entreteniéndose a propósito en ojear los periódicos de última hornada destinados a los responsables de los primeros informativos que a partir de entonces se incorporaban a la radio. Solía tomar café en la misma cafetería, siempre con cuidado de no intimar con nadie para dirigirse después a su casa en soledad pero colmado de emociones y fantasías que sus radioescuchas femeninas le proporcionaban. La situación le daba morbo pero el globo crecía cada noche y era irremediable que en algún momento estallara y él intuía que el momento de hacerlo se estaba acercando. 

Conectó el ordenador para navegar un poco antes de disponerse a dormir pero, sobre todo, para satisfacer la curiosidad de encontrarse ante el numeroso correo electrónico en el que, a buen seguro, no faltaba, como en las 190 noches anteriores, el suyo. Decía tener ojos claros, piel morena, 31 años y medir 1,65, mostrando gran sensibilidad a la hora de escribir. Lo que empezó siendo un juego de intercambio cultural y de opiniones, pasó casi imperceptiblemente a convertirse en una estrategia de seducción por ambas partes para terminar en una extraña declaración de amor por parte de ella. Pretendía mantener una entrevista que aún siendo deseada por ambos era aplazada una y otra vez. Siempre supo que quien juega con fuego se quema y por eso evitó arrimarse demasiado pero intuía que, en esta ocasión, era ya tarde, que algo había que hacer. La barrera de la radio y de la informática elevaba un muro que los distanciaba físicamente pero no evitó que la química hiciera su trabajo y el muro se resquebrajaba. Una noche si y otra también, se comunicaba por teléfono a la emisora con insinuaciones que él evadía incluso con algunos desplantes que luego se convertían en reproches en la red. El amor duele y duele mucho por eso debía terminar pero no lograba imaginar cómo sería ese final, no obstante de lo que si estaba seguro es de que dilatarlo solo aumentaría el dolor. Aquella madrugada, ante el ordenador, había resuelto hacer algo porque su último e-mail hablaba claro. –Si no accedes a tener una entrevista, estoy resuelta a presentarme en la emisora y hacer guardia hasta conseguir hablar contigo—. Sonaba rotundo y por ello decidió dar un audaz paso que nunca antes habría imaginado. 

–No nos conocemos—, le dijo. –No sabes nada de mí, no sabes como soy ni hasta que punto te podría defraudar-. 

–Paso más de dos horas contigo cada noche y escucho atenta todo lo que dices en la radio para luego seguir conversando a través de este trasto y con eso me basta—, respondió ella. 

–Y además, si es ese el problema envíame una foto pero vamos a darnos pronto una oportunidad, oportunidad que sería mejor sin foto dado que me gustan las sorpresas-.

Aquello permitió un respiro, no quería enviar fotos porque no quería que lo reconociera y por ello siguió el juego accediendo a una cita. Tal había sido su insistencia en la promoción del encuentro que no puso condición alguna para el mismo, mostrándose sumisa ante sus exigencias. La citó para el viernes de la semana siguiente en la cafetería de un conocido centro comercial al que ella acudió puntualmente. Debería llevar un sombrero negro y un libro en la mano de un autor determinado para estar seguro de no confundirla con otra, sin embargo nada dijo de cómo se presentaría él y siguiendo la tónica de la sorpresa, le dijo que tan pronto se percatara de su presencia se acercaría y le diría hola. 
Nerviosa y cansada de esperar daba paseos de la mesa a la barra mirando el reloj y a todos los presentes que no eran muchos a aquella hora de la mañana. La había citado a las once porque necesitaba tiempo para terminar con todos los asuntos pendientes. Se había despedido de los compañeros y del jefe de programación y también había pasado a retirar de caja el cheque con la liquidación y el finiquito. Alegando una crisis emocional, dejaba la emisora con intención de volver algún día sin fecha concreta aunque en realidad lo hiciera para desaparecer definitivamente. Lo había planeado incluso antes de conocerla pero ahora que la tenía ante sí, a sólo unos pasos, sabía que estaba haciendo lo correcto. 

Era atractiva, vestía una falda corta negra y chaqueta de cuero rojo de aproximadamente la talla cuarenta y dos, seguramente adquirida en Zara, con las mangas ligeramente remangadas. Usaba gafas que le otorgaban un aire que le pareció interesante y pelo corto y, como habían pactado, un gorro negro y redondo coronaba graciosamente su cabeza aunque parecía no estar a gusto con él, sin duda, lo compró obligada por las circunstancias pero no formaba parte de su atuendo habitual. El libro en la mano no dejaba lugar a dudas y era tan bella como la había imaginado pero la escena estaba llegado a su fin, dejó sobre la mesa el importe del café que había estado tomando mientras la observaba y tras una última mirada de admiración y tras asegurarse de que ella no había reparado en él, aspiró todo el aire que pudo para hacerse con las fuerzas necesarias que le ayudaran a tomar impulso y dirigir su silla de ruedas hacía los ascensores, desapareciendo para siempre y como tantas otras veces, en un episodio más de su vida, purgando con su propio dolor el daño que a ella infringía y preguntándose cuál sería su reacción cuando intuyera, a través de averiguaciones en la emisora, las auténticas razones para aquel desencuentro.   

Enero, 2009
Leer completo...